miércoles, 6 de agosto de 2008

Tomando café con Wallada

Como cada tarde, en esta época estival, escribo o leo un rato y después me voy a tomar café al centro comercial cercano a mi domicilio.

El calor del verano en Córdoba es casi como un castigo de dios... de cualquiera de ellos, y aunque hoy el milagro del aire acondicionado ya no condiciona a quedarse al fresquito en un lugar o en otro, hasta ver pasar las horas más crueles del día, las que discurren con el sol en todo su esplendor, sí lo hacen otras apetencias, como lugares más amplios y concurridos o sin humo del tabaco, por eso, para mi, este espacio comercial reúne las condiciones requeridas para mi relax de las primeras horas de la tarde, que pasa por tomar café helado leyendo el diario de mi ciudad, Diario Córdoba.

Tenía decidido escribir algunas líneas, al regreso, cuando encaminé a mi cita cafetera casi diaria, pero aunque acumulaba varias ideas para reflejarlas en el blog ninguna de ellas me motivaba lo suficiente.
Desde mi casa al café-bar transcurren entre cinco y diez minutos caminando, tiempo que empleé en decidirme por el tema a desarrollar, pero no es fácil, caminar por el paseo de la ribera del Guadalquivir, dirección al centro comercial, es un disfrute que no te deja pensar en otra cosa que no sea tanta historia como acompañó a sus aguas, a su paso por la ciudad que fue capital del mundo occidental en las puertas del segundo milenio, rivalizando con Damasco por la capitalidad del mundo conocido.

Solo saludo cuando llego, ya me conocen a mí y a lo que tomo cada tarde, por eso no pido, me dedico a buscar con la mirada el Diario Córdoba, por entre las mesas y el mostrador del bar mientras me sirven el café. En esta ciudad se agradece una costumbre generalizada, los bares ponen a disposición de los clientes varios diarios.
Tuve suerte, a lo lejos, en una de los últimos veladores desplegados de la terraza, en la calle/pasillo del centro comercial, lo vi doblado sobre una mesa sin clientes, acompañado de dos servicios de café consumido con sus respectivos vasos de agua ya bebida.
Automáticamente mi intención fue la de ir a buscarlo pero, como un intruso al principio y un agradable encuentro seguidamente, se interpuso entre el Diario y yo el brazo de Gertrudis que, efusivamente, trataba de llamar mi atención y saludarme.

Gertrudis es octogenaria, menuda e inquieta, con el pelo canoso y carácter alegre, soltera y poetisa, pero nunca publicó sus poesías, se las recita a los conocidos, a los amigos y no hay letras sobre papel que se escapen de su curiosidad. Quedó huérfana de padre al final de la guerra civil y su vida no ha sido fácil: - Pero al menos fui afortunada en amores, tenía a los hombres como perritos falderos detrás de mis huesos- decía cada vez que la situación lo requería.
Dejé a un lado el Diario y continué rumbo al encuentro con Gertrudis.
-¡Hola Antonio!- me saludó con su alegría contagiosa.
-¿Que tal, mi querida dama? ¡Tan guapa como siempre!- respondí al tiempo que la besaba en sus mejillas.
Me senté a su lado y sin esperar a palabras algunas me preguntó: -¿Te gustan mis gafas? Son para leer -puntualizaba mientras las mostraba con la mano derecha agarradas de la patilla, delgada, negra, y colgadas a su cuello de un cordón color marrón.
-Me gustan Gertrudis, tienen un diseño elegante, intelectual -le respondí a la vez que se las colocaba, dándole un aire nuevo a su perfil.

Estaba como un niño con zapatos nuevos con sus gafas para la lectura. Si no la conociera y lo que significa para ella unas lentes que le permita continuar leyendo y escribiendo sus poesías, pensaría que esa mujer se comportaba como quien nunca tuvo nada de relativo valor.
Mientras ella se recreaba, coquetamente, yo movía el café diluyendo el azúcar, solté la cucharilla sobre el platillo y vacié el negro liquido sobre el vaso repleto de hielo.
Lo tuve unos minutos entre mis manos esperando a que se derritiera y enfriara el café, moviendo el cristal suavemente con los dedos de mis manos, observándola, contemplando su felicidad plena...solo dijo una frase en ese tiempo mientras miraba a su alrededor: -¡Que contenta estoy!
A continuación la noté más inquieta aún de lo que por naturaleza es, de repente, mirando fijamente a lo lejos de la calle/pasillo del centro comercial.
-¡Es Joaquín!-Exclamó con seguridad.
-¿Joaquín?-pregunté confuso.
-Sí, Joaquín. Es mi amigo, he quedado con él para dar un paseo por el centro- explicaba como en un monologo-. Aquí se está fresquito y nos distraemos, él está algo mayor y no aguanta muchos traqueteos. ¡Voy a su encuentro!- exclamó mientras se levantaba del asiento y se incorporaba un tanto ágil.

Nos despedimos y mientras yo acababa el café, Gertrudis llegaba a la altura de Joaquín, que con más alegría que fuerzas para mantenerse en pie, la saludaba con un beso.
A la par que se daban la vuelta y caminaban hacia el otro extremo del edificio, con energía renovada, por mi mente también se paseaba la imagen irreal de una figura femenina de otro tiempo, en la Córdoba del siglo XI, la Princesa Wallada.
Aunque las comparaciones casi nunca quedan bien, en este caso hay puntos en común entre Gretrudis y la Princesa Wallada, dos mundos diferentes y diez siglos entre la vida de una y la otra.

Wallada, o Ualada, nació en Córdoba en el año 994 y perdió a su padre cuando contaba diecisiete años, el califa Abderramán Obaidallah al Mustafkí, que llegó al poder durante la guerra civil y tras un breve mandato fue derrocado y murió a manos de sus asesinos, su madre era una esclava cristiana llamada Amin´am.
Como el califa no tuvo descendencia masculina, heredó los bienes de su padre y abrió un palacio y salón literario donde ofrecía instrucción a las hijas de las familias poderosas, también a las esclavas, quizás porque su madre lo fue.

Tal vez, con veinte años, le sucedió el acontecimiento más importante de su vida cuando conoció a Ben Zaidun, un noble de excelente posición de enorme influencia política y el más elegante de los intelectuales que se paseaban por aquella Córdoba, Qurtuba. Pero ella no era menos, no le ocultaba la sombra de aquel famoso de la época, Culta, guapa, también famosa y escandalosa, se paseaba sin velo por la calle a la moda de los harenes de Bagdad, con sus versos bordados en las orlas de sus vestidos o en túnicas transparentes, hermosa figura de tez blanca y pelirroja con ojos azules. La mujer diez, la ideal de la época.

Esta actitud puede confundir y hacer pensar que las mujeres de Al-Andalus disfrutaban de amplias libertades, más que en cualquier otra sociedad islámica, pero solo las solteras, prostitutas y viudas adineradas podían permitírselo. El propio Averroes lo denunció: "Nuestro estado no deja ver lo que de sí pueden dar las mujeres. Parecen destinadas exclusivamente a dar a luz y amamantar a los hijos y ese estado de servidumbre ha destruido en ellas la facultad de las grandes cosas. He aquí por qué no se ven entre nosotros mujer alguna dotada de virtudes morales".
Wallada era una mujer acostumbrada a mandar, en cualquier sitio, en la calle, la casa y de igual manera en la cama...fue el choque literario de dos vanidades en el que se puso de manifiesto que la princesa tomó la iniciativa. Pero nada perdura y tras un amor apasionado, publico e inundado en un mar de versos, pronto se rompió el idilio, tan sonado que hasta hoy llega su eco.
La traición de Ben Zaydun con un poeta negro podría ser el motivo y la causa de estos versos que Wallada escribió: "Sabes que soy la luna de los cielos/ más, para mi desgracia has escogido a un oscuro planeta".
¿O quizás fue una amante negra? La mujer Munya, a la que Wallada encontró en la calle y la compró atraída por su belleza, la educó y la abandonó después de haberla convertido en poetisa desvergonzada.
Pero es muy probable que le sorprendiera con un amante masculino. Zaydun nunca negó nada a las sátiras que ella le dedicó: "Si hubiera visto falo en las palmeras/ sería pájaro carpintero", duras y claras dedicatorias.

Lo cierto es que la princesa nunca le perdonó y tomó como amante a su rival más directo, en lo político y personal, el hombre más fuerte de Córdoba, el visir Ben Abdús, el que acabó metiéndolo en la cárcel después de privarle de sus bienes.

Después de abandonar el cautiverio, Wallada nunca quiso volver a verlo y como alegoría, él recorría de noche los palacios derruidos de Medina Azahara, símbolo de su amor.
Arruinada en crédito y fortuna, la princesa recorrió los reinos Taifas con su talento, pero siempre volvió a Ben Abdús, con el que nunca se casó aunque viviera en su palacio. Murió con ochenta años cumplidos, el mismo día que entraron en Córdoba los almorávides.
Ben Zaydun vivió muchos años y, después de rehacer su vida y carrera política en Sevilla, murio rico y poderoso.
La poesía de Gertrudis, su energía, el hecho de enfrentarse a la vida sola, su belleza en otro tiempo... y algunas razones más, me dejaron en el pensamiento a la princesa cordobesa, por lo que terminé la tarde tomando café con Wallada.

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