domingo, 16 de noviembre de 2008

El jaguar del Apastepe (Diriangén)


Para desgracia de la cultura indígena americana no es mucho los que nos quedó, después de tanto exterminio, de lo que significó la invasión de los colonizadores españoles en el continente americano. Es inimaginable lo que supondría contar hoy con el legado histórico cultural de todos los pueblos existentes cuando llegaron mis antepasados con barbas, montados a caballo y con el nombre de Dios por bandera, a tierras bañadas por los dos grandes océanos. Es injusto que los imperios se engrandezcan a cambio de aniquilar el existente, cuando lo contrario supondría enriquecer al invasor con los cimientos del invadido, actitud que sería de inteligente, pero esta cualidad el hombre parece no valorarla en su justa medida, como lo ha demostrado en sus invasiones imperialistas a lo largo de la historia y por distintas culturas aniquiladas en todos los continentes.

Es el miedo, la desconfianza, ya lo he expuesto en diferentes ocasiones, con lo que no comulga nuestra especie cuando se trata de dejar al enemigo con posibilidades y dándoles la espalda... que esperarían sino, después de invadir a un pueblo sin motivos ni excusas, solo por la ambición, exterminando sin piedad y masacrando a la población. Es lógica, que no admisible, la actitud de los pueblos invasores sobre los invadidos, hay que tener en cuenta que desde el primer movimiento en el tablero se declara la enemistad entre los dos bandos. Dejar con posibilidades al enemigo es siempre un peligro patente y latente que, como llama mal apagada, siempre puede resurgir de una minúscula ascua, es lo que la invasión española en América llevó a cabo con la iglesia católica a la cabeza. No se puede olvidar que los religiosos se situaban por aquellos tiempos en el poder, en todos los ámbitos, no solo en el religioso, fueron ellos y más que nadie los culpables de la aniquilación y del exterminio genocida en tierras americanas, cuando arribaron adueñándose y destruyendo las culturas establecidas y consolidadas no se sabe por cuanto tiempo atrás.

Es lamentable que para conocer parte de ese legado que nos quedó haya que recurrir precisamente a los causantes de la destrucción, a los cronistas y a los religiosos colonizadores, pero irremediablemente no nos dejaron otra elección, aparte de lo que generación tras generación, y oralmente, ha llegado a nuestros días. Son las leyendas, que más tienen de ficción que de realismo, claro que esto sucede en todas las culturas existentes, desde las más lejanas en el tiempo, egipcia, griega... Hay un momento en la historia de la humanidad que hasta entonces casi todo es ficticio, imaginado, leyenda. Momento que no marca una fecha en concreto, es independiente dependiendo de la cultura que se trate, y en este caso, en el de las culturas precolombinas, la llegada de Colón es el punto de partida que marca un antes y un después, la realidad y la leyenda. De todas maneras, real o ficción, lo que nos queda para el regocijo es valiosísimo, cualquier leyenda que haya sobrevivido hasta hoy es una joya de incalculable valor, un tesoro que hay que cuidar como oro en paño, protegiéndolo y divulgándolo entre las nuevas generaciones como enseñanza de primer nivel. Los niños latinoamericanos tiene que crecer con sus antepasados reflejados en los libros de aprendizaje, un pueblo con historia siempre es más seguro de si mismo, más digno, y se enfrenta al futuro con más confianza, no con el complejo de falta de identidad.

Cuando se trata de mirar en la historia precolombina casi siempre es relativo a lo sucedido en tiempos de la conquista, de la invasión, en el siglo XVI. Intentarlo más allá muy pocas veces es fructífero, tal vez en el siglo XV, todo lo demás es una aventura incierta, llena de interrogaciones, de suposiciones y sembrada de dudas y desconcierto, es la existencia del vacío, de lo perdido, extraviado o desaparecido, probablemente para siempre. Aún así, es más saludable suponer positivamente que alimentar al olvido incierto, por eso las leyendas populares sientan precedentes para construir la historia posible y se convierten en cimientos aceptables para la construcción de las raíces culturales, como han sucedido en las clásicas, en otras épocas. Si la cultura griega posee una riqueza incalculable tratándose de historia, Nicaragua guarda, mantiene, algunos capítulos que compiten a la misma altura y de la misma manera fueron alimentadas por el pueblo y tras generaciones, conscientes del significado y valor, conservadas como herencia única, sabedores de lo que representan.

Algunos caciques son ejemplos con sus actitudes de la manera de ser de los pueblos, son el reflejo vivo de las sociedades precolombinas, algunas de ellas marcadas con etiquetas que desprestigian, que señalan crueldades entre sus costumbres, que las indignan cuando se repasan. No se puede dar demasiado crédito a todo lo que los aniquiladores dejaron en las rutas, sendas, que llevan al epicentro cultural de los pueblos americanos. Nunca creí la mala imagen que rodea a las culturas precolombinas, siempre las tomé como desprestigio mal intencionado, con la única y perversa intención de excusar el exterminio protagonizado por los invasores en el nombre de Dios. El canibalismo o los sacrificios humanos están demasiado presente y parece como si fueran bárbaros y demonios todo lo que encontraron los colonizadores, ni tanto ni tampoco, pero puesto a escoger prefiero pensar que la crueldad llegó por parte de los que invadieron, al menos es lo que la historia refleja con hechos, "las versiones del tirano son tiranías".

Diriangén fue uno de los caciques más representativos de los pueblos indígenas americanos, curiosamente la palabra cacique en el entendimiento para los españoles es sinónimo de tirano, de opresor, de persona cruel que abusa de su pueblo... pero cuando se descubre lo que realmente significa no lo distorsiona de la realidad, todo lo contrario, cuando tropezamos con personajes como Diriangén se dignifica a los de su raza, nada que ver con lo que entendemos por cacique, Rey, jefe de la tribu, máxima representación de un pueblo. La leyenda de Diriangén es digna de orgullo, de libertad, que representa mejor que ninguna otra la lucha contra el invasor, el inconformismo del cacique de Diriamba, curiosamente cuna del Güegüense, la más genuina representación contra la cultura invasora, expresión anticolonial.

Según cuenta Mario Urtecho en su artículo "Diriangén, cacique de Diriamba", se cree que el jefe de los Chorotegas nació en 1497 y que recibió la tradicional educación, esto es decir que fue su madre, a la que le correspondía, la que le instruyó y educó en la historia de su tribu y descendencia. En cambio los viejos sacerdotes fueron los responsables en todo lo concerniente a la patria primitiva, lejana y al otro lado del mar. De ellos conoció como, junto con los Náhuatl, fueron víctimas, sometidos a la esclavitud por parte de los Olmecas, de los que huyeron mimetizados y entre las brumas de la noche. Siempre buscando el territorio que señalaron antiguas profecías en la que dibujaban como lleno de volcanes, de llanos y praderas, de ríos repletos de peces, lagunas y dos inmensos lagos, en uno de los cuales emergía una isla con dos volcanes. Fue hasta allí donde llegaron y desde donde, después de discrepancias con los Náhuatl, se retiraron al poniente, para adoptar el nombre de Dirianes, por habitar los lugares altos. Diriangén fue entrenado con especial interés para la guerra y desde muy joven conquistó el rango de Hombre Guerrero, esto le permitía llevar la cabeza rapada y un mechón central sobre la coronilla, símbolo de su valentía como guerrero, admirado no solo por los de su tribu, también por los Náuatl, Maribios, e incluso por los lejanos Misquitos y Matagalpas, todos ellos enemigos.

Cuando Diriangén terminó la guerra que se traía con Tenderí, cacique de Nindirí, fue al encuentro con las "gentes con barba que andaban encima de unas alimañas", lo hizo precedido de un desfile de quinientos jóvenes guerreros, cada uno con un pavo de regalo, seguidos de diez hombres con banderas blancas y de diecisiete bellezas morenas adornadas con muchas placas pequeñas de oro y doscientas hachuelas del mismo metal. Por último el gallardo cacique junto a su corte y ataviado con un penacho de plumas multicolores de pájaros del trópico nicaragüense, acompañado de cinco flautistas. Al acercarse a los españoles desplegaron sus banderas y todos saludaron con la mano al jefe español, le ofrecieron los pavos, una de las mujeres y veinte hachuelas de oro de catorce quilates. Gil González le preguntó al cacique por qué venían a visitarlos y éste le respondió por ver quien eran y que querían, que le habían dicho que eran gente con barbas y montados sobre alimañas.

Se supone que Diriangén no hizo otra cosa que confundir al enemigo extraño y analizar de cerca, porque, a los pocos días, el sábado 17 de abril al mediodía, el cacique cayó sobre los españoles con cuatro mil hombres organizados, obligándolos a suspender la batalla y retirarse. Tenía 27 años cuando Diriangén se enfrentó por primera vez a los españoles, amante de la libertad, la justicia y enemigo de la esclavitud, luchó contra los invasores hasta su muerte. En 1684, Fray Nemesio de la Concepción escribió una crónica en la que describe la última lucha de Diriangén: "Después de una penosísima ascensión de cumbres y desfiladeros, saltando grandes desgarrones de la selva inmensa pudo llegar el ejército mandado por Nicuesa Álvarez a ponerse en contacto con los indios. Fue una batalla terrible, tanto más, cuanto que Diriangén se disponía a emprender el golpe que él llamaba final contra los españoles. El ejercito de Nicaroguán - como equivocadamente lo llama Fray Nemesio - pasaba de 70 mil hombres". La batalla duró poco más de mediodía y el ejército de Diriangén fue derrotado. Según la tradición, conservada por los campesinos del lugar, la batalla tuvo lugar en el cerro Apastepe, hoy volcán Casitas, al sur del volcán San Cristóbal, en el departamento de Chinandega.

La leyenda cuenta que Diriangén subió a la cumbre del cerro y desde allí se arrojó al vacío, hacia las tinieblas del mundo de los muertos, en un ritual en el cual le hace entablar una relación mágica con la naturaleza en forma armónica. Este rito se llevaba a cabo para mantener el ciclo del día y de la noche. La leyenda cuenta que su espíritu sube a los cielos volando siempre hacia el Oeste. El Dios Jaguar y el cacique, en la leyenda, desafían a la muerte para luego reencarnarse entre las tinieblas del mundo de los muertos. Cuentan que cuando los españoles fueron a buscar el cuerpo del cacique por todo el lugar lo único que encontraron fue un jaguar.


http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/es/

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