jueves, 25 de junio de 2009

Jarabo, asesino y caballero español


Aquella mañana fría de Madrid era distinta a todas, ya sé que ninguna mañana se parece a otra, pero la del jueves 29 de enero de 1959 era especial, se iniciaba en el Palacio de Justicia el juicio contra José María Manuel Pablo de la Cruz Jarabo Pérez-Moris, sobrino del que por aquellos días era presidente del Tribunal Supremo, Francisco Ruiz Jarabo, y quien más tarde y pasados los años sería Ministro de Justicia. En el ambiente de la ciudad flotaba el aroma a festivo, personajes famosos como Zori o Sara Montiel, un torero de renombre y mujeres, muchas mujeres, entre ellas esposas de altos funcionarios de la administración franquista, acudían a la sala como si de un espectáculo se tratara; como dice el diario El País, fuente de información para este artículo, solo faltaba la orquesta de Bernard Hilda para que aquello fueran las tardes del Ritz. La entrada de Jarabo fue impresionante, la sala de la sección quinta se convirtió en un murmullo cuando apareció en ella el protagonista, con paso firme, decidido y dedicando sonrisas a las presentes, que extasiadas le admiraban con traje de estreno y a medida, al igual que los otros cuatro trajes que estrenaría en los cuatro días siguientes hasta terminar el juicio. "Una ocasión como esta bien merece estrenar un traje", dicen que dijo, sin que influyera en su actitud las cuatro penas de muerte que le pedían por otros tantos asesinatos.

Ni siquiera el acusado esperaba menos de lo que le pusieron como condena, una pena de muerte por víctima, De nada le valió que su tío presidiera el Supremo, ni las amistades influyentes de la dictadura. Cuentan que Franco no dudó y dio el visto bueno para la ejecución; como si lo de firmar penas de muerte le fuera a causar algún problema de conciencia al dictador, cuando de todos es sabido que no había cosa que le gustara más he hiciese más feliz que firmar ejecuciones mientras rezaba el rosario. Pero tratándose de quien se trataba, un personaje del régimen, es muy probable que se lo pensara dos veces antes de decidirse, claro que las muertes de las dos mujeres pesaban demasiado en la opinión pública para dictar lo contrario y todo el país estaba a la espera de la resolución judicial. El verdugo de la Audiencia Nacional, Antonio, tenía en su haber una larga experiencia al mando del garrote vil y fue el encargado de dar muerte al último reo por este procedimiento tan sádico, a la última víctima de tal artilugio siniestro. Era el número 18 en su historial, uno se pregunta si Antonio, el Verdugo, podría dormir... tranquilo o no, o si su conciencia pasaría por alto sobre aquellas "muertes oficiales", si no daría mayor importancia que la que le da un albañil cuando coloca ladrillos o un mecánico que aprieta una tuerca. Daniel Sueiro se haría estas mismas preguntas que muchos nos hacemos, y supongo que muchas más, para decidirse a escribir un libro sobre el tema, tan morboso como siniestro; Los verdugos españoles recoge una conversación que el escritor mantuvo con Antonio: "Era un jabato así de alto, 105 kilos pesaba. No paró de beber whisky y fumar, y en toda la noche se quitó la corbata. Y le tuve que decir al director de la cárcel cuando llegó la hora que se la quitara porque si no el garrote no iba a funcionar. Llevaba una colonia que debía de valer un dineral. A las cinco oyó misa y comulgó. Y se puso los dientes de oro y todo sabiendo que iba a morir".

Algo tuvo que suceder para que se dejara de utilizar el garrote vil para los condenados a muerte, se pregunta uno, y efectivamente pasó; de nada le sirvió toda la experiencia acumulada al bueno de Antonio para que la ejecución se convirtiera en un cruel espectáculo, una carnicería que no pudo evitar con aquel cuello de toro. Las dos vueltas al tornillo del garrote que Antonio dio no fueron suficientes y Jarabo continuaba vivo, fueron veinte minutos los que tardó el médico en certificar la defunción del condenado. La dantesca escena causó tanta impresión entre los presentes que se creó una comisión de médicos para realizar un estudio sobre el uso del garrote, dicho con otras palabras, para tratar de eliminar tan cruel ejecución. Tratándose de quien se trataba se temía que el ejecutado no fuera el sobrino del presidente del Supremo y se corrió la voz de que en su lugar iban a enterrar a un gitano también condenado a pena de muerte, y así librar a Jarabo de la pena capital. El féretro fue llevado hasta el cementerio con la escolta de coches policiales y un comisario oyó cómo un chófer comentaba el rumor del posible cambio de reo. Cuentan que el comisario agarró al chófer por el brazo, y poniéndole el frío metal del cañón de su pistola en la sien le obligó a abrir el féretro, cuando lo hizo le dijo el comisario: ¿Es o no es Jarabo, rojo de mierda?

Jarabo fue un chico de buena familia, un alumno del colegio del Pilar de Madrid, de donde saldrían tantos Ministros, directores generales y prebostes, siempre fue mimado por su madre. En 1940, recién cumplidos los 17 años se trasladó con su familia a Puerto Rico, abandonó sus estudios y se tiró a la vida de golfo y holgazán. Con 20 años contrajo una neurosífilis y pocas semanas después se casó con una rica heredera. Pero Jarabo no estaba hecho para el matrimonio, se divorció pronto y se trasladó a Nueva York. Su delictiva vida se desarrolló como un relámpago y al poco tiempo fue condenado por tráfico de drogas y pornografía, lo que le costaron cuatro años de cárcel. El 20 de mayo de 1950 aterrizó en Madrid con 10 millones de pesetas, que su madre le dio para que se estableciera en la capital española y comenzara una nueva vida, pero las vivencias y experiencias adquiridas en el mundo del hampa, de las drogas y la prostitución, le convirtieron en el rey de Madrid. Sin embargo, el ritmo de vida de Jarabo no permitió conservar el dinero que su madre le dio más de 2 años. Madrid era entonces una pequeña ciudad y personajes como él no pasaban desapercibidos, sus trajes a medida, sus coches de lujo, su aspecto de galán de cine, simpático, de exquisito trato, alto, fuerte y con una insaciable sexualidad, fueron ingredientes más que suficientes como para que las mujeres se lo rifaran.

Cuentan de él que en muchas ocasiones salió en defensa de quienes lo necesitaban, como en la que un día, tomándose un negroni en Parsifal, frente al estadio Bernabeu, vio cómo tres tipos adinerados se burlaban de un hombre mayor que acompañaba a una joven y guapa muchacha, se fue hacia ellos, los sacó del local y fue tal la paliza que le dio a los tres que aún hoy se recuerda. De todas maneras, no era extraño que a menudo se viera envuelto en peleas, casi siempre con faldas de por medio, la agresividad que despertaba en él el alcohol era la causante de sus problemas, sus dos debilidades, el alcohol y las mujeres, y el honor por una de ellas le llevó hasta la pena de muerte. Beryl Martin Jones era inglesa y había llegado a Madrid pensando en unas vacaciones, buscando tranquilidad y tratando de reflexionar sobre su matrimonio que se encontraba en crisis. A su marido, francés, lo dejó en Lyón. Era el comienzo del verano de 1957 y por su camino se cruzó Jarabo, el peor antídoto para sus males sentimentales, no tardó en caer en los brazos del seductor y de enamorarse, un verano idílico. Cosa que parece fue recíproca porque la relación con Beryl fue más duradera de lo que era normal en la vida de Jarabo.

Pero al latin lover se le complicó la economía, se quedó sin dinero y un envío de cocaína que esperaba no terminaba por llegar, una de su principal fuente de ingresos; las 7.500 pesetas mensuales que su madre le enviaba era una insignificancia comparado con sus gastos, y el galán puso sus ojos en el anillo que su amada llevaba, un hermoso solitario de oro con un brillante que costaba de 50.000 pesetas para arriba. Pensó en Jusfer, una tienda de compraventa que en realidad era una casa de empeños, si querían recuperar lo empeñado tendrían que hacerlo rápido o de lo contrario lo venderían a un tercero. Jarabo dedujo que mientras le llegaban los ingresos por la cocaína sería bueno el dinero que le ofrecieran, pero se quedaron petrificados cuando lo que le daban por la joya no pasaba de 4.000 pesetas, no les quedó más remedio que aceptar y así lo hicieron. Llegó el frío de Madrid y Beryk cayó enferma, su marido vino a Madrid y la convenció para regresar a Lyón y pasar las navidades en la ciudad francesa. Nunca más volvieron a verse. Beryl le escribía con regularidad y en una de esas cartas le recordó el anillo, Jarabo ya casi se había olvidado de él y volvió a Jusfer con la intención de recuperar la joya. Pero la respuesta de uno de los usureros, Emilio, fue que la joya era de Beryl y que era ella quien tenía que recuperarla. Jarabo le dijo que estaba en Lyón y que si le servía una carta en la que la reclamaba, aceptó el prestamista y cuando regresó con la misiva encontró otro contratiempo, tenía que entregar el 250 por ciento de lo que le habían dado, pero Jarabo no disponía de ese dinero, así que acordaron dejar la carta en la caja fuerte hasta que tuviera dinero para recuperar el anillo. Pasó algo más de tiempo y cuando fue con el dinero acordado los prestamistas le exigieron más dinero, el doble de lo acordado. Ahí quedó la negociación, cuando abandonó la tienda lo hizo con la idea concebida de cómo recuperar la joya y la carta.

Le compró una pistola a un sereno del Paseo de la Habana, una FN calibre 7,65 mm, haciéndose pasar por un teniente coronel de Aviación coleccionista de armas. Pasadas varias semanas llamó a los prestamistas en vísperas del 18 de julio, fecha del Alzamiento Nacional, el día que Franco celebraba la instauración de la dictadura fascista, les dijo a Emilio y Félix que tenía dinero suficiente para recuperar la joya y que se pasaría el día sábado 19 a las 8´30. Jarabo gustaba de acudir a los acontecimientos vestido de punta en blanco y de los más de veinte trajes que tenía escogió su favorito. Las estrecheces económicas le habían alejado de los buenos hoteles y por entonces se hospedaba en la pensión Escosura, y trajeado salió de la pensión, nunca pensó en acudir a la tienda sino a casa de Emilio, que vivía a una cuadra del negocio. Los serenos cerraban los portales a las diez y Jarabo llegó unos minutos antes, abrió la puerta del ascensor con los codos y con los nudillos de los dedos pulsó los botones para no dejar huellas, lo tenía todo planeado. Llamó al timbre y le abrió Paulina, la criada, y le hizo pasar al salón comedor, cuando Emilio le vio allí se enfadó porque no era lugar para los tratos y le dijo que se marchara. Jarabo se dirigió hacia la salida y abrió y cerró la puerta como para que creyera que se había marchado, pero pasados unos segundos, y sin que se advirtiera del peligro, en el cuarto de baño el prestamista notó en su nuca el arma que fatalmente disparó el latin lover. Pero Paulina, que estaba en la cocina pelando judías verdes, al escuchar el disparo comenzó a gritar y ante la complicación que se presentaba, Jarabo le clavó el cuchillo que usaba en el corazón. A los pocos minutos llegó la mujer de Emilio, María de los Desamparados, que estaba embarazada, Jarabo se hizo pasar por inspector de hacienda y le dijo que su marido había ido a la tienda acompañado de otros inspectores para hacer unas comprobaciones, pero las manchas de sangre en su traje le delataron y acabó con ella de otro certero disparo.

Aquella noche decidió quedarse en el piso junto a las tres víctimas, tomando coñac y esnifando cocaína, y en la mañana del domingo salió a la calle con una maleta, donde guardó el traje y algunas piezas de valor, se fue a su pensión y allí quedó durmiendo todo el día. El lunes a primera hora, llegó a la tienda y entró con las llaves que le quitó a Emilio por la puerta trasera, cuando llegó Félix se encontró con su asesino y de dos disparos acabó con su vida. Pero después de todos los crímenes no pudo recuperar lo que pretendía, no encontró las llaves y no pudo abrir la caja fuerte. Cuando descubrieron los cadáveres él estaba en la tintorería con su traje favorito, al que había llevado a limpiar, pero aunque él dijo que la sangre se debía a una pelea, los tintoreros no pensarían igual y llamaron a la policía. Cuando fueron a detenerlo no opuso resistencia alguna, como un caballero se entregó y mientras declaraba los asesinatos pidió que subieran comida del Lhardy para todos y una botella de coñac francés; y para él una inyección de morfina.



Texto perteneciente al libro Miradas Impacientes II
Autor y propietario de todos los derechos legales: Antonio Torres Rodríguez.

4 comentarios:

  1. hola maestro!como siempre interesantisimo lo que escribes...
    yo sigo escribiendo todos los dias...estare loca?
    un abrazo y pasa de visita si tenes ganas
    lidia

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  2. yo sigo pensando que este pajaro escapo del garrote y terminaria sus dias en algun pais de sudamerica oculto y bien oculto, muy extraño que su tio presidente del supremo que tiene la misma capacidad de decision que franco se callase y dejase ejecutarlo, creo que hasta lo del comisario en el entierro es una fantochada pagada, no creo que en el supuesto entierro de este pajarito lleno de autoridades entre ellas el presidente del supremo tubiera huevos un comisario de detener la comitiva y hacer esa glipollez

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  3. El relato se da justo a escasos dos meses y dias en que yo naciera 26 de marzo de 1959, Gracias don Antonio, como siempre su cronica es atrapante, una gran historia para leer completa, un abrazo gran amigo ....

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