sábado, 13 de febrero de 2010

Menores delincuentes, víctimas victimarios


"Aquella madrugada de primavera Sandra reía rebosante de inocencia junto a su ex novio en la parada del autobús nocturno, para que la llevara a casa, al barrio de Las Margaritas, en Getafe. Eran las tres y media del 17 de mayo del 2003 y había estado de copas junto a sus compañeros del taller ocupacional donde estudiaba, en la zona norte de la capital, al día siguiente su hermano hacía la primera comunión y quería estar descansada para acompañarlo en la celebración. Ya había llamado por teléfono a sus padres y les había dicho que estaba en la parada de la plaza Elíptica y que estaba a punto de subir al transporte público.

Paralela y ajena a esta escena, tres jóvenes van juntos en un coche oscuro a recoger a un cuarto amigo a las fiestas de San Isidro, cerca de donde se encontraban Sandra y su ex novio, en la avenida de la Ermita del Santo. Cuando recogen al cuarto amigo, el mayor de los tres, de 18 años y apodado "el Malaguita", le dice que esa noche tienen que salir a trabajar, en un principio se niega y prefiere seguir en la fiesta pasándoselo bien, pero termina por decidirse y acompañar al grupo, son delincuentes y expertos en alunizajes, empotrando coches contra escaparates de las tiendas para robar. Junto al Malaguita, suben al coche "El Ramón", "El Ramoncín", y "El Rafita", de 17, 16, y 14 años respectivamente, camino de Vallecas, donde esperan encontrarse con un quinto miembro, pero no consiguen dar con él y deciden dirigirse a Alcorcón, allí les esperaba su "herramienta de trabajo" escondido en un garaje, un vehículo robado que les serviría para realizar sus fechorías.

Es en ese trayecto cuando el infortunio se cruza en el camino de la joven Sandra Palo, de 22 años y con una leve discapacidad psíquica, al pasar por la plaza Elíptica el Malaguita la ve, que ya la conocía, y le dice a su compañero de 16 años que haga todo lo posible por convencerla para que suba al coche, "porque quiero liarme con ella", y lo hizo, a Sandra y al joven que le acompañaba, intimidándola a punta de navaja. En dirección a Getafe, a los pocos kilómetros, detienen el vehículo y obligan a bajar de él al ex novio, continúan su viaje por la carretera de Toledo, se desvían por un descampado, y junto a la fábrica de rótulos Fraile se detienen. Es la última parada del trayecto en la corta e inocente vida de la chica.

En principio se bajan del coche la chica y el joven de 16 años, comienzan a besarse en la parte trasera del vehículo y sobre el capó realizan el acto sexual, mientras tanto los otros tres se quedan dentro. Al subirse de nuevo al coche los restantes le dicen que ellos también quieren tener relaciones, y es entonces, al negarse Sandra, cuando la agarran entre dos mientras un tercero la viola, y así sucesivamente, turnándose hasta consumar el acto los tres. 45 minutos interminables de tortura para la joven que apoyada sobre el muro de la fábrica intentaba ponerse en pie a duras penas, los violadores se montan en el coche y, mientras Sandra se estaba vistiendo, el Malaguita, con el volante entre las manos, piensa que podría reconocerles y denunciarles, pues los cuatro estaban fichados por la policía, es entonces cuando pisa el acelerador y atropella a la joven repetidamente, una y otra vez, hasta ocho veces le pasó por encima, hasta pensar que ya estaba sin vida. Mientras huían del lugar, uno de ellos descubre que tenía unos arañazos provocados por Sandra en su intento por defenderse, y deciden quemarla para eliminar huellas. Van a la gasolinera de plaza Elíptica y compran un euro de combustible, con disimulo y tapándose el rostro para evitar ser reconocidos por las cámaras de seguridad. Cuando regresan descubren que Sandra aún no había muerto, estaba malherida, pero el inesperado estado no los retuvo, la rociaron con el combustible y la prendieron fuego. Las graves quemaduras acabaron por matarla. El menor de 16 años es identificado por algunas llamadas recibidas en la policía y es detenido el 12 de mayo siguiente, tras el robo de un jaguar e intentar atropellar a un peatón en Puente de Vallecas. Al resto de los asesinos los detuvieron algunos días más tarde en sus domicilios y el coche oscuro nunca lo recuperaron, según la policía fue quemado cerca de Valde-mingómez."

Desgraciadamente este sí es un relato real, no tiene un ápice de ficción como en otras ocasiones, en las que me serví de una historia ficticia para enlazar una problemática social o injusticia humanitaria. El asesinato de Sandra Palo fue un suceso de los más crueles que retiene la historia reciente de España, que tuvo como protagonistas victimarios a un grupo de jóvenes, tres de ellos menores de edad y el cuarto recién cumplida la edad adulta. Al mayor de ellos, al Malaguita, le cayó una condena de 64 años de cárcel, sin embargo, la resolución aclara que son 30 los años que cumplirá, como máximo efectivo. Los otros tres, ecepto uno que ya salió en libertad, cumplen condena en centro de menores, al Ramón y al Ramoncín le condenaron a 8 años cada uno y 4 al Rafita. A este último lo detuvieron por robo tras abandonar el centro de reclusión y últimamente ha salido en un programa de "telebasura" como invitado, haciendo declaraciones sobre el suceso que coprotagonizó hace 7 años. Una oferta televisiva que no le hace bien ni al Rafita ni a la sociedad, convirtiéndolo en un friki al que sus atrocidades le generan riqueza.

Este asesinato, junto a otros sucesos protagonizados por menores recientemente, han llevado a la sociedad a exigir penas más elevadas para estos delincuentes asesinos, que, por días o meses, se salvan de cumplir la condena que cualquier otro cumpliría por ser mayor de edad o adulto. A veces cuesta creer que un individuo que no ha necesitado de su mayoría de edad para cometer tales aberraciones sí se aproveche de ese límite para salir impune de castigo. Pero no debemos dejar que los acontecimientos nos arrastren y el dolor se alíe con la ira para abandonar el civismo y la responsabilidad como sociedad civilizada, porque los sentimientos no nos permiten razonar y probablemente nos empujen a cometer nuevos errores, los mismos que hemos cometido al convertir a menores en asesinos en potencia, no toda la culpa la debe de tener el menor, también nosotros como sociedad debemos de aceptar parte de esa culpa, de esa responsabilidad en evitarlo.

Estos victimarios son el fruto de nuestras sociedades de hoy, víctimas del desarraigo, de la droga, del desempleo, de una mala prevención y nula educación cívica, en definitiva fruto de lo que nosotros proponemos como sociedad. En mi pensamiento no cabe, no le permito al castigo que se adueñe de la posibilidad de la reinserción, como reparación, como enmienda del mal provocado, creo en el derecho a la reinserción por encima del endurecimiento de castigo, porque esa actitud sólo nos lleva por el camino que hemos marcado a muchos jóvenes, el camino erróneo. Pero no es fácil, habría que comenzar por terapias acordes con la necesidad de esos menores en los centros que los acogen, erradicar las prácticas contrarias a sus derechos como personas y no permitir que sucedan los abusos de todo tipo por parte de educadores que más que educando deberían de estar recibiéndola. Casos como el de Miguel, el hijo de Margarita González, que se suicidó con 17 años en el centro de reforma de Ilundain, que después de sesenta días internado se quitó la vida. Según el atestado de la policía, estaba en tratamiento psiquiátrico y tomaba medicación, aunque no tenía diagnóstico, "me dijeron que lo iban a educar y me lo devolvieron en una bolsa de plástico", palabras de su madre Margarita.

Otro ejemplo es el centro de Galapagar, centro de menores de Madrid, donde dos jóvenes denunciaron presuntos malos tratos físicos y psíquicos por parte de varios educadores a los internos, castigándoles sin cenar y dejándoles como castigo en pijama durante horas en el jardín del centro, pese a las bajas temperaturas. O como la denuncia de malos tratos que realizó ante la fiscalía un ex vigilante de seguridad en el reformatorio de Ceuta, en el que asegura que fue testigo de como los menores del centro son esposados con grilletes a los pies de la cama, con los brazos en cruz y en posición claudicante, manteniendo esa posición durante horas, para reprimir las conductas de los internos cuando pegaban gritos, daban patadas o llamaban al timbre demasiado reclamando atención.





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